Link a la autora de la imagen -> KatinkaMeserant
Los personajes pertenecen a Anne Rice
La pintura del Maestro
El grifo dorado, igual que los rayos
resplandecientes del sol, hacía sonar el agua como un río cayendo
en cascada sobre la blanca bañera. El vapor subía ligeramente por
la habitación expandiéndose libremente, alzándose hacia el techo,
mientras el espejo se volvía opaco y las figuras que contenía aquel
retrato vívido parecían fantasmas en las brumas de un sórdido
pantano.
La estrecha y delicada espalda del
muchacho parecía ocultar unas alas invisibles, la curva de sus
nalgas eran proporcionadas y parecían invitar a ser apretadas entre
las manos de cualquiera. Los mechones de su cabello castaño rojizo
caían sutilmente sobre sus hombros hasta la cruz de su espalda. Los
omóplatos estaban pintados al detalle con su pequeña protuberancia
oscureciendo levemente su piel lechosa. La expresión del rostro de
aquella especie del querubín era como de hechizo. Sí, parecía
atrapado en un encanto. A duras penas se reflejaba en el espejo pero
sus ojos avellana miraban al hombre que ocupaba con él la estancia.
Estaba desnudo, como su madre lo había traído a este mundo, y
parecía desear que lo cubrieran las manos que se posaban en sus
cabellos, enredando sus largos dedos, y en una de sus caderas.
Túnica roja, como la sangre, caía
cubriendo un cuerpo que parecía hecho de mármol. Su expresión era
complaciente pero fría, parecía guardar un carácter duro aunque de
una mente cuidadosa que deseaba el bien para el muchacho. Sus ojos
expresaban deseo, una gula que iba más allá de la propia carne. Sus
uñas parecían no ser de este mundo, aunque tan sólo se podía ver
la del pulgar de una de sus manos, la situada en la cadera, y un par
entre los cabellos enredados.
Casi podía uno imaginar la candente y
especial escena. Incluso, podría decirse, que el rostro de placer de
ambos hombres y los gemidos del insaciable muchacho. Sus tetillas
duras y sonrojadas igual que sus mejillas, sus muslos abiertos
buscando retener al mayor, y este mirándolo con una sonrisa
petrificada mientras hundía dos de esos dedos en su boca, rozando su
lengua y hundiéndola.
No, no podía apartar los ojos del
cuadro. Estaba hechizado ante tal hecho, y no era por lo llamativa de
la escena sino porque yo conocía a ambos. Sabía quien eran. Conocía
bien los ojos glaciares del Maestro Marius Romanus y la voz de su
pupilo Armand, su Amdeo.
-Marius, ¿este cuadro no es un tanto
indecente para la entrada de tu mansión?-pregunté con sorna y una
enorme sonrisa en los labios.
-Lestat, es mi casa y cuelgo mis obras
donde me plazca.-reí ante tal comentario tan propio de él.-Y ahora
bien ¿a qué has venido?-interrogó intentando averiguar que
argucias iba a usar, a qué iba a exponer a todos esta vez.
-Nada, ¿no puede venir un alumno a
saludar a su maestro?-interrogué alzando mis cejas con una enorme
sonrisa mientras me acercaba.
-Que remedio, si tengo que tenerte de
huésped pasa y ponte cómodo.-bajó un par de escalones de su
hermosa escalera. ¡Era divina! El pasamanos estaba tallado con
cuidado y se enroscaba hasta la planta superior. Tenía una alfombra
roja del tono de su camisa y los escalones eran de madera, una madera
fuerte. Se veía como un Dios en aquel lugar y me llegaron recuerdos
imprevistos para mi, nuestra primera conversación. ¡Diablos!
¿Cuánto hacía ya de aquello?-¿Vas a moverte o te quedarás ahí
plantado con nieve derritiéndose en tu alborotada cabeza?
Esa noche compartimos chimenea,
recuerdos y opiniones. Creo que hacía siglos que no nos parábamos a
conversar de forma tranquila. Podría decirse que fue una noche
plácida en la vida de ambos, sobre todo en la mía que siempre está
llena de altercados y momentos intrépidos.
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